(Misericordias
de Dios comunicadas, Nº 1)
La obediencia
humilde es la que venció la resistencia a escribir sobre sus experiencias
místicas a M. María Evangelista. Había varios motivos para esta resistencia y
se lo dice a su confesor que por entonces lo era el P. Gaspar de la Figuera,
sacerdote jesuita. Este Padre fue el que hizo una copia de estos escritos,
parece que unos años más tarde de los originales que M. María Evangelista
escribió de su mano, porque él mismo le pidió que lo hiciera. El comienzo da
testimonio de que así fue.
Advertimos que a veces habla de sí misma como en tercera persona,
esto es, habla lo que experimenta en su espíritu, ella dice “Mi alma” y lo
expresa como si fuera una persona distinta a ella. Es preciso tener esto en
cuenta, de lo contrario puede confundir un poco.
Fiada de la
obediencia de Vuestra Paternidad[1]
y de la voluntad de Dios que yo tantas veces tengo conocida, y a pesar de
tantos estorbos como hay para cumplir, de falta de salud y de tiempo,
ocupaciones y de memoria, y de la contradicción de las de mi casa, que lo
resisten[2];
que, dando cuenta por escrito de mi conciencia y estado de mi alma, y de lo que
pasa en mi interior –de que Vuestra Paternidad será juez si es bueno o malo, y
conforme a eso me guiará por que no yerre el camino de la verdad–, no llevaré
orden ninguno ni señalaré tiempos ni materias, sino conforme el Señor lo fuere
dando, así lo iré escribiendo.
Nº1
Estando un día en oración, después
de haberle a Vuestra Paternidad oído la división que había en nosotras, de la María interior buena –que es
nuestro espíritu– y de la exterior mala –a quien llamaba aquel santo lego la vecina–,
me recogió nuestro Señor para ponerme en esta doctrina tan importante. Y en
aquel recogimiento me dio a ver con la vista interior a mi alma, como si la
tuviera dividida del cuerpo, con el entendimiento atento a Dios, que tenía
presente. Y de aquel ser divino le venían unas ilustraciones como relámpagos, y
le mostraban muchas verdades divinas. Y mi alma, con un conocimiento sencillo y
sosegado, estaba mirando a Dios y recibiendo lo que Él le quería dar. Que todo
le cabía por hacerla Su Majestad capaz de aquel reposo y luces que bajaban de
Dios, y encendían en ella deseos de acercarse más a la fuente de la luz; aunque el mismo estar en ella, da más sed y
ansias de aproximarse más. Y estos deseos son como rayos que abrasan, y ve el
alma que en ellos recibe a Dios que es el que los causa allí dentro. Y con Dios
está llena y en paz, como la que se ve sentada a la mesa del Rey, comiendo el pan
mismo de los ángeles que es su gusto. Y gozaba de su presencia, con un mirar al
modo que las palomas miran la fuente y se ven en ella: así miraba a Dios,
fuente viva, y allí se miraba mi alma: cómo de verdad no tenía nada de sí, ni
ser, ni luz, ni vida, sino que todo le venía de Dios, en cuya presencia estaba.
Y ésta, que es nada en sí, puesta en Dios, vale mucho y tiene vida y ser. De
suerte que, conociendo allí su nada y
la fuente de su ser, Dios, que en esta nada
se deja conocer, viene a tener vida y a sustentarla con las verdades y luces
que en esta mesa real le dan para su crecimiento, con las cuales anda siempre
vacía de sí, en el conocimiento profundo de su
nada, y llena de la luz de Dios, de su inmensidad, poder, sabiduría y
bondad.
En este retiro estaba mi alma cuando
el Señor le dijo: Estas verdades son el corazón del alma y sin ellas no hallará en sí progreso,
porque en sí no tiene con qué progresar, de manera que ha menester salir de sí
para poder vivir en la verdad; que en sí no la encuentra, sino fuera de sí, que
es en mí. Y así, estará lejos de ensoberbecerse el alma que de esta manera mira
al centro de mi ser, que soy luz y la doy a quien me mira. En esto es lo que te
he dicho tantas veces que quiero que tu camino sea semejante al mío, conforme a tu corta capacidad (por que no tropiecen
los ciegos en esto). Porque has de saber que mi alma estuvo siempre recibiendo
y gozando de esta luz, con la cual fue sustentada siempre desde el instante de
mi concepción. Y así, nunca estuve ocioso, porque al punto obré y tuve el ser
cumplido. En él mi alma conoció altamente la divinidad, lo que no se ha dado a
ninguna criatura. Allí, en aquella luz, vi la voluntad de mi Padre; y obraba
conforme a esta luz, apartando mi naturaleza de todo el gusto que de la parte
superior le pudiera venir, y poniéndola en cruz cuanto nadie es capaz de
entender, si Yo no se lo enseño y agrando su capacidad. Y continuó diciendo
el Señor: También Yo continuamente busco corazones que estén en cruz.
Y mirando al mío decía: Mira,
también quiero Yo que, al modo que hice capaz a mi naturaleza de esta “obra de
cruz”, que también lo seas tú, pues es este tu camino, como te lo he enseñado. Y
estando entonces con grandes agobios de corazón, lo miró Su Majestad con agrado
por verlo en cruz y me dijo: Dámelo a mí, que ese es mío, porque lo veo
en cruz, y no tiene amparo ni consuelo, y está en él la cruz, mi querida.
Y fue tanto el dolor con que me iba
asentado en él la cruz, que no podía dejar de dar grandes suspiros por no ahogarme,
que me faltaba la respiración, y que iba a acabar la vida según era el quebranto
y desamparo que sentía. Y juntamente está el alma conociendo el regalo que Dios
le hacía, y cómo le tomaba el corazón y le enseñaba en sí mismo luces
admirables, y el cuerpo recibiendo la cruz pesadísima que, como viga de lagar,
me estrujaba el corazón, para que así diese el amor puro que Su Majestad llamaba
el mosto y la substancia sin mezcla de cosa de esta vida. Porque el amor de
trabajos y cruces no lleva mezcla de naturaleza. Y en esto quiere nuestra cabeza,
Cristo, que lo imitemos.
Y yo lo veía que se holgaba de ver
lo que yo pasaba, que era no solo opresión del corazón, pero que de él se
derramaba por todo el cuerpo, que me tenía quebrantada toda y puesta en cruz.
Entonces dijo el Señor: Este es mi camino, no hay otro mejor ni Yo
escogí otro para mí. Este es el tuyo, esta es mi voluntad; mira si tú hallas
otro mejor en todos los caminos. Por este has de caminar y esta es tu senda.
Así, oprimida, me miraban sus
divinos ojos, y ellos me daban una fortaleza, que era como un licor y aliento
divino, con que no me parecía que hacía nada en llevar el peso ni dolores
viniendo de la mano de Dios. A esta llamaba nuestro Señor su obra, cruz y trabajos,
sin gusto ni consuelo en la naturaleza; luces y verdades de Dios en el
Espíritu, y amor y sed de trabajos, que fue todo el camino que Su Majestad
llevó. Y quería que yo lo imitase poniéndome estas dos partes, superior e
inferior, tan apartadas y en tan diferentes tratos, como si fueran dos mujeres
muy diferentes.