Alma
devota, teme y ama a tu Dios. Guarda con toda diligencia tu corazón y procura
siempre tenerlo limpio y puro para Dios. Siempre se ha de estar con cuidado de
no ofenderle y, si pecares, no desconfíes de su misericordia. Por muchos y muy
graves que sean tus pecados, nunca desesperes del perdón. Caíste: levántate,
vuélvete al médico de tu alma que hallarás abiertas las entrañas de su piedad y
misericordia.
Caíste
otra vez: otra vez te levanta. Gime y llora, y la misericordia de tu Redentor
te recibirá. ¿Caíste la tercera vez y la cuarta y muchas veces?: otra vez te
levanta. Llora, suspira y humíllate, y tu Dios no te desampara. Nunca despreció
ni despreciará jamás al corazón contrito. Nunca desechó ni desechará jamás a
los que acuden a Él con verdadera penitencia. Si tú no dejas de levantarte, Él
no dejará de recibirte. Por lo cual, aunque en espacio de una hora caigas cien veces,
aunque caigas millares de veces, tantas cuantas cayeres te levanta con la santa
esperanza del perdón. Y cuando te vieres en pie, alaba al Señor y dale gracias,
porque no permitió o que fuese más peligrosa tu caída o que durases más tiempo
en ella. Conoce humildemente tu culpa y abomina firmemente de vivir mejor
enmendando la vida, y con esto asegúrate de que Dios te perdonará.
Porque
no puede ser tan grande tu malicia ni tan grave tu enfermedad que sobrepuje a
la misericordia de Dios, que no conoce término ni medida. Dios es todopoderoso:
con la misma facilidad perdona en un momento innumerables millares de pecados
que perdona uno. También es benignísimo: en todo anda a tu gusto y en todo te
quiere ser favorable si te quieres humillar, si quieres dar de mano a los
pecados y enmendar la vida.
Así
que no es razón que os turbe la memoria de los pecados pasados; antes os deben
consolar con las palabras del apóstol San Pablo que dice: Esto es lo que
fuisteis algún tiempo; mas ya lavados estáis, ya estáis santificados,
justificados estáis en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu
de nuestro Dios.
Por
mucho que te confíes de su bondad no es confiar demasiado, de suerte que
semejante confianza no uséis para facilitaros a pecar. ¡Oh, si supiéredes cuán
aparejado está Jesucristo nuestro Señor, con su inocencia, para aplacar al
Padre eterno y reconciliarle sus escogidos, que por flaqueza pecaron y tienen
propósito [de] huir de ahí adelante los pecados! Él es nuestro abogado y habla
por nosotros para que, si nos pesa de los pecados pasados, tengamos siempre
fácil el perdón. Así lo dice el amado apóstol San Juan Evangelista: Si
alguno pecare, a Jesucristo tenemos por abogado delante del Padre eterno. Él es
quien nos reconcilia con Él y nos lo aplaca para que nos perdone nuestros
pecados.
Pues
no te hagan tus pecados pusilánime, sino humíllate, ya que los has aborrecido
de corazón y deseas agradar a tu Dios. Siente bien del Señor como lo aconseja
la divina Escritura. No imagines que es cruel e inexorable y que no se quiere
aplacar; mas antes cree que es poderoso y clemente para los que de corazón se
arrepienten y son de buena voluntad, porque conoce la obra de sus manos,
contempla la imagen y considera nuestra flaqueza, nuestro error y nuestra ceguedad.
Y si de Dios se dice que es terrible y castiga con ira a los malos, no se dice
sino por aquellos que, dando de mano a todo respeto y vergüenza santa,
perseveran en las torpezas de sus vicios. A los cuales los condena Él y los
castiga con su dulzura y pureza muy ajena de ellos, quedándose en sí tan
sosegado y quieto como antes, porque Él no quiere la muerte del pecador: lo que
Él más quiere es que se convierta y viva.
Y
así dice la Sagrada
Escritura por San Juan[1]: Si confesamos nuestros pecados,
fiel es, y justo, para perdonarnos y limpiarnos de toda mancha y maldad. Tanto
más resplandece su gloria cuanto más y mayores fueren los pecados que perdona.
(De los escritos de M. María Evangelista)
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