En sintiendo que sobreviene alguna tribulación
o trabajo, acudir luego a Dios y encomendaros todo a Él, sin murmurar ni pedir
razón ninguna de sus penas. Y ponerse delante del Señor con humildad, tratando
con Él todo lo que da pena, como con un padre piadosísimo y ayudador
fidelísimo, y por su amor sufre todas las cosas con igual ánimo. Aunque halléis
gran trabajo en el camino de la virtud, aunque el demonio os fatigue y os vaya
a la mano, considerad que todas estas cosas os [las] envía Dios, y abrazadlas
como si fueran regalos que os envía el Todopoderoso. Imaginad que todas estas
tropelías vienen de la Divina Providencia y disposición suya. Porque cuando nuestro
común enemigo fatigó tanto a Job quitándole la hacienda y los hijos, no dijo el
santo: El Señor
me lo dio y el demonio me lo quitó. ¿Pues qué dijo?: El Señor me lo dio y el Señor
me lo quitó. Como fue su voluntad, así se hizo. Sea el nombre del Señor
bendito.
En
las mismas molestias que sufrís esperad el alivio del vuestro creador y
redentor. Aunque os parezca que el Señor os haya como desechado de sí y os haya
entregado en alguna manera a Satanás, de suerte que, desamparado lo interior y
exteriormente os veáis por todas partes cercadas de angustias terribles, por
todas partes fatigadas de pensamientos espantosos, no os pase por la imaginación
creer que por eso os quiere menos vuestro Padre piadoso, ni por eso determinéis
dejarlo, ni hurtar el cuerpo a la tribulación en que estuviereis, ni buscar
remedios ilícitos y vanos, ni entregaros a algún consuelo torpe. Mas,
llegándoos a Dios con una fe pura y con una caridad entera, consiente ser
atormentada y azotada como Él quisiere y cuando Él quisiere. Esperad con
paciencia el fin como Él lo dispusiere y ordenare, diciendo muchas veces en su
corazón: Hágase la voluntad del Señor, que no puede ser mala.
Y
perseverad llenas de esperanza y con buen ánimo, porque cerca está el Señor de
los que tienen el corazón atribulado y Él labrará a los humildes de espíritu.
Por ventura no sabéis ahora por qué así os castiga y aflige. Cuando os veáis
con Él entenderéis que estos azotes con que os ejercitaba y prueba, procedían
del puro amor con que os amaba. Jamás suele permitir que vengan trabajos
ningunos, por pequeños que sean, sin grandísimo provecho del que los padece si
tuviere paciencia. Más gusto le da el sufrimiento humilde en los desconsolados
interiores, que una gran dulzura de devoción. No consentirá que seáis tentadas
más de lo que pudieren las fuerzas, como no os fiéis en vosotras, como tengáis
paciencia, un pecho ancho y esperéis su favor con una santa confianza.
Y
para tener algún conocimiento del pecado, si he consentido o no he consentido,
van con estos versos[2]:
El sentir no es
consentir,
ni el pensar mal es
querer,
voluntad dada ha de
haber
junto con el
advertir.
Mal puedo yo
consentir,
los pecados que no
advierto
y aunque advertido
y despierto esté,
si no quiero el mal
de que no hay culpa
mortal
puedo estar seguro
y cierto.
Os
aconsejo mucho, sobre todo, que os deis fielmente en apacentar vuestras almas
en aquellas cosas que Jesucristo nuestro Señor hizo, habló y padeció por
nosotros. Porque en ninguna parte se hallarán atajos más ciertos para todas las
virtudes y para alcanzar las perfecciones de todas ellas como en la vida de
nuestro Salvador, con cuyo ejercicio ordinario se limpia el alma de todas las
manchas de los pecados; porque el dulcísimo Jesús, a quien se junta y llega a
Él, le es un fuego abrasador que limpia los vicios.
El
mismo Jesús, a cuyo lado anda, es luz verdadera que alumbra a todos los
hombres. Pues, conforme a la gracia que Dios os diere, [hay que] ocuparse en la
vida de Jesucristo, meditar en ella y deleitarse en ella; porque no ha dado
Dios otro mayor beneficio que el que nos dio cuando se quiso hacer hombre y
padecer por nosotros. Y para suavizar esta devoción y presencia de Dios, pondré
algunas jaculatorias o flechas del alma.
Oh alma mía, ves
ahí a tu Dios, ves ahí tu Creador y Redentor, ves ahí al que limpia tus
pecados, al que te santifica; ves ahí vuestra vida, vuestra salud y todo bien.
Mira cuánto se humilló por ti el Rey de los Reyes, mira cuántas molestias
sufrió por ti tu Salvador. Considera con cuánta caridad te ama quien recibió
por ti tanta pobreza y tantos trabajos. Persevera con tu Señor, no te apartes
de su rostro, porque no te podrá ir bien si dejas a tu Dios, ni mal si con Él
perseveras. Da de mano a muchas cosas y abrazaros con una, porque una sola es
la que nos importa, uno es el que nos ama inefablemente; sea también uno aquel
a quien tú ames singularmente[3].
Buen Jesús, piadoso
Pastor, dulce Maestro, Rey de eterna gloria. Yo te adoro, yo te bendigo, yo te
doy gracias porque tanto me estimaste que hiciste por mí cosas tan espantosas y
las sufriste tan afrentosas. Perdona, Señor, mi Dios, a esta miserable
pecadora; límpiame, sáname, esfuérzame, guíame, enséñame y alúmbrame.
Ojalá, Señor, mi
bien, no hubiera sido contigo tan ingrata hasta aquí. Ojalá siquiera ahora te
agradase. Ojalá estuviese en tu acatamiento, humilde y mansa de veras, libre y
sosegada. Ojalá tú solo poseyeses mi corazón. Ojalá eternamente anhelase por ti
con encendidísimos deseos. Ojalá de todo punto menospreciase todas las cosas
transitorias. Ojalá a ti solo buscase, y toda yo fuese para ti sola y me
juntase contigo en un nudo ciego.
¡Oh si te amase sin
que otro amor me pudiese distraer! Ah, Señor mío, ¿cuándo te serviré con puro,
simple y alegre corazón? ¿Cuándo te serviré quieta, firme y serena conciencia?
¿Cuándo se abrasará y consumirá mi espíritu en esa inmensidad de tu divino
amor? ¿Qué quiero yo sino a ti? ¿O qué me pueden aprovechar todas las cosas sin
ti? Tú solo bastas para mi alma y la llenas. Oh mi Dios, oh mi amor, oh mi
deseo, oh mi refugio, oh mi consuelo y esperanza y confianza mía. Oh paz,
descanso y lumbre de mi alma. Oh mi gloria y todos mis deleites y todo mi gozo.
Oh dulzura mía, oh mi tesoro y todo mi bien. Oh luz divina, ¿cuándo te veré?
¿Cuándo estaré contigo? ¿Cuándo no me hablará ya este mundo? ¿Cuándo cesarán en
mí todos los impedimentos y mudanzas de este siglo? ¿Cuándo me veré libre del
miserable cautiverio de este destierro? ¿Cuándo se acabarán las sombras de la
muerte y vendrá el día de la eternidad? ¿Cuándo, dejada la penosa carga de este
cuerpo, dichosa y eternamente te alabaré con tus santos? Ave, misericordia de
mi buen Jesús; ave, misericordia de mí porque en ti solo confía mi alma.
Otros
suspiros o aspiraciones innumerables podéis ordenar según la devoción de cada
una. Por si acaso alguno de estos os ayudaren en algo, van estos para refrescar
la memoria. Y aún suelen ser más sabrosas las que ordena cada uno conforme a su
devoción o le inspira la gracia del Espíritu Santo, que no las que ofrece un
pecador al juicio y devoción ajena. Son muy eficaces el ejercicio espiritual
que va mezclado con semejantes aspiraciones breves, para desarraigar los vicios
y aumentar la caridad. Y no se ha de turbar el alma devota que se ocupa en
estos ejercicios porque acaso sienta pocas veces aquella unión con Dios, por
quien suspira. Pues el mismo Dios recibe su buena voluntad y sagrado deseo,
como si toda derecha en amor se juntase con Él perfectísimamente.
Para
que el alma devota se haga apta para el sagrado recogimiento interior y para
acudir al centro de su alma, aprenda y encomiende a la memoria algunas
inspiraciones suaves y encendidas, que como flechas las tire a Dios. Con que en
donde quiera, ora esté sentada, ora esté paseando, pueda acudir al Señor y
juntarse y unirse con Él, haciéndolo no con un ímpetu demasiado (porque con la
fatiga no dé el ejercicio en el suelo), sino con suavidad, se señalan aquí
algunas formas.
Oh buen Jesús, oh
esperanza mía y refugio mío, oh mi amado, amado, amado; el más amado de los
amados. Oh mi especial amor. Oh florido esposo, esposo suave. Oh dulzura de mi
corazón y vida de mi alma. Oh mi deseado consuelo y mi gozo sin mezcla. Oh día
eterno de la eternidad y serena luz de mis entrañas. Oh amable principio mío.
Oh suma abundancia mía, ¿qué quiero yo fuera de ti? Tú eres mi verdadero y
eterno bien. Ea, Señor, llévame en pos de ti para que, alegre, pura y perseverante,
corra al olor de tus vitales ungüentos.
Se
ha de poner mucha cuenta en que no desfallezca la cabeza; ha de haber término
en las lágrimas (si Dios las diere); no se debiliten, por que no se dé en
tierra con todo y que haya sujeto para más días.
(De los escritos de M. María Evangelista)