Madre
M. Rosaria Saccol con monjas de su monasterio
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MONASTERO CISTERCENSE
Piazza Fiume, 68
Querida M. Abadesa y hermanas del Monasterio de la Sta. Cruz de Casarrubios:
La
santidad es la primera urgencia pastoral de la Iglesia. La
Constitución Lumen Gentium comienza el capitulo V, dedicado a la vocación
universal a la santidad, con una profesión de fe en la santidad de la Iglesia. Nos dice le
texto conciliar que “Cristo, el Hijo de Dios, es quien con el Padre y el
Espíritu Santo es proclamado “el único Santo”. Él amó a la Iglesia
como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla” (Ef
5, 25-26). Por ello, añade el Concilio: “en
la Iglesia ,
todos, jerarquía y fieles, están llamados a la santidad” (LG 40). A ella
invita y urge Jesús a todos los cristianos, cualquiera que sea su estado y
condición: “Sed perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Para ello nos regala el don de su
Espíritu, que nos permite amar a Dios con
todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas
(Mt 11, 20), y al prójimo como Cristo nos
ama (Jn 13, 34 y 15, 12).
Por
ello, San Pablo nos pide que vivamos como conviene a los santos (Ef 5, 3) y que
como elegidos de Dios, santos y amados nos revistamos de entrañas de
misericordia, benignidad, humildad, modestia y paciencia (Col 3, 12) y produzcamos
frutos de santidad (Gál 5, 22; Rom 6, 22). El Catecismo de la Iglesia Católica
(n. 2013-2016) nos recuerda también esta verdad fundamental, simple y sencilla,
declarada por la Iglesia
y vivida por ella a lo largo de veinte siglos: la llamada universal a la
santidad.
En realidad la santidad es la única
vocación del hombre. No hay otra vocación, ni tenemos otra tarea mejor que
realizar en la tierra. Todo para ser santos, todo para glorificar al Padre, al
Hijo y al Espíritu Santo.
Los
santos son siempre modelos de vida para los creyentes en todas las virtudes
cristianas. Sus vidas se fundamentan en la virtud teologal de la fe. Es verdad
que la primera de las virtudes teologales es la caridad (1 Cor 13, 13), pero
ello no quiere decir que la fe sea menos importante, porque la fe actúa por la
caridad (Gál 5, 6), es decir, que la que obra es siempre la fe. Cuando se mira
a una persona virtuosa como la M.
M ª Evangelista, no cabe duda alguna que el motor de sus virtudes
es la fe, que es el alma de la esperanza y de la caridad. Su vida está
traspasada por la fe. Ella la vive desde
la cruz, no cualquier cruz, sino la de Cristo que se entrega por todos. Por
ello, hace de su vida una ofrenda total al Padre, que le lleva a entregarse por
amor a los hermanos. Su amor por todos nace de su fe. No nace de una compasión
puramente humana sino contemplando la cruz de Cristo. Esta vivencia de Cristo
crucificado le acerca al Padre, Creador de todo, que envía a su Hijo para
nuestra salvación, y también a nuestros prójimos, por quienes Cristo murió
haciéndonos hermanos.
Ella
está convencida de que la cruz es el núcleo de su vocación. Su espiritualidad,
centrada en la cruz y los consejos evangélicos, se caracteriza por la vivencia
alegre de la virtud de la pobreza, la fidelidad a la oración, la mortificación,
las obras de misericordia, su piedad, su austeridad y amor a la pobreza, su
fidelidad a la regla hasta en los más mínimos detalles.
La
vida de M. Mª Evangelista, es una forma preciosa de alentarnos en el
seguimiento e imitación de Cristo.
Todo
esto no se puede alcanzar sin una vida interior sincera y sin la unión vital
con el Señor, dejando que sea Él mismo quien nos conduzca.
Otra
prueba de la heroicidad de sus virtudes es su trato siempre amable y lleno de
cariño por todos. No siempre fue fácil mantener el equilibrio del espíritu en
la diversidad de circunstancias que rodean la vida de una persona. M. Mª
Evangelista, sin embargo, siempre trató a todos, tanto y especialmente en su
etapa de monja lega como en sus años de Madre Abadesa, con exquisita caridad,
que en su caso no es fruto solamente de la educación humana recibida, sino que
tiene una raíz sobrenatural muy profunda.
M.
Mª Evangelista es modelo a imitar por cualquier cristiano. Su vida es epifanía
o manifestación en nuestro tiempo, a pesar de la época en la que vivió (siglo
XVII), de la vida de Cristo. Por ello, esperamos que la Iglesia la ponga sobre el
candelero para que la luz de su amor a Jesucristo y el testimonio de su
santidad nos ilumine a todos. Su vida nos alecciona e invita a seguir a
Jesucristo con radicalidad y perseverancia y entusiasmo, valores olvidados en
nuestro tiempo.
Para
nosotras de la
Orden Cisterciense la beatificación de la M. M ª Evangelista es
ciertamente una gracia muy grande y un reconocimiento público de sus virtudes.
Todo esto tiene, una finalidad pedagógica: mostrarnos que la santidad radica en
el amor y en la fidelidad al Señor, en todas las circunstancias desde las más
comunes y ordinarias de la vida hasta las experiencias místicas.
La
santidad efectivamente no es sólo fruto de nuestro esfuerzo. Es, sobre todo, la
donación del mismo Cristo en nuestros corazones. Esto es lo que verdaderamente
llama la atención en los santos. No los hace santos la razón, ni el estudio, ni
la perfección humana de sus actos, sino Cristo grabado a fuego en sus
corazones. Todo ellos son transparencia cabal de Jesucristo a pesar de las
dificultades.
En
Madre Mª Evangelista, Jesucristo fue el centro de gravedad de su corazón, la
razón última y definitiva de si vida, el valor supremo, la fuerza para esperar,
la motivación de su misión como monjas cisterciense teniendo siempre como
horizonte la gloria de Dios.
Yo
creo que las palabras del Siervo de Dios Giacomo Gaglione resumen la vida de M.
Mª Evangelista: “los santos no son grandes por las grandes obras que han hecho
sino por el amor con el que se han sacrificado, para la realización de la
misión que Dios les pidió”.
Madre M. Rosaria Saccol
Abadesa
del Monasterio de lo santos Gervasio y Protasio.